Blog
Evaluar para aprender
junio 21, 2022
Por María José Senosiain
Considero que quien haya transitado el aula como docente, podrá entender la siguiente frase: “Pero yo no solo enseño contenidos en mi clase, también enseño a resolver problemas, a pensar, a adquirir hábitos, a conocerse a sí mismo, a desafiarse… a vivir”
La empatía que despierta lo anterior es reflejo de la histórica distancia entre todo lo que se enseña y aprende en el salón de clases, y lo que muchas veces termina evaluándose en las instancias de acreditación de conocimientos.
Hablo de ‘histórica distancia’ porque no es novedad que como docentes nos hallemos interpelados a enseñar y aprender mucho más de lo que disciplinariamente se espera que hagamos: todo docente descubre, al entrar al aula, que allí se dan encuentros donde el contenido es muchas veces el vehículo de aprendizajes tan ricos y potentes que duran toda la vida.
Hacer que el día a día del aula sea una posibilidad de esos aprendizajes es el mayor desafío docente. Ello es así porque hay otra histórica distancia a contemplar: la que hallamos entre la formación docente y la práctica docente. Así, vemos por ejemplo, que las propuestas de formación abarcan la didáctica y el currículum en sus diferentes versiones, pero no contemplan la preparación para el ejercicio en el campo de la evaluación.
Entonces, ¿cómo aprende y/o se desempeña un docente al evaluar? Desde sus experiencias como estudiante, de lo que toma de sus colegas, de lo que la disciplina le marca como necesario e importante… pero no desde lo que el estudiante necesita aprender para su desarrollo pleno, ni desde todo lo que él enseña.
Así, muchos docentes se encuentran en la encrucijada de tener que elegir qué evaluar, si los contenidos disciplinares o los aprendizajes que lo vivido en clase dejaron a sus estudiantes. Considero que el asunto aquí viene dado por concebir separado lo que va junto: si con nuestra práctica hacemos que los contenidos disciplinares sean parte de vivencias escolares que lleven al estudiante a desarrollarse plenamente, no solo valoraremos los primeros, sino que además, podremos evaluar los logros que acerquen a dicho desarrollo pleno.
En ese sentido, cuando evaluamos al estudiante y como docentes usamos esa información para distinguir qué logró y cómo puede seguir avanzando, hallamos en la Evaluación Formativa un enfoque posibilitador. En él se concibe a la evaluación como herramienta para tener en cuenta las adquisiciones y los modos de razonar de cada estudiante, lo suficiente como para ayudarlo a progresar en el sentido de los objetivos.
Si usamos las instancias evaluativas como el momento en que nos acercamos a ver cómo viene cada estudiante en su proceso de desarrollo, veremos que la Evaluación Formativa está íntimamente ligada a una intervención áulica diferenciada. Es decir, si tomamos las evidencias que las evaluaciones nos arrojan, podemos retroalimentar el proceso de nuestros estudiantes de manera más precisa y ajustada, de manera diferenciada.
De esa forma, no sólo estaríamos achicando la distancia entre lo enseñado y lo evaluado, sino también construyendo, de a poco, una mirada docente real y muy validada de las instancias de acreditación.
Confieso que, como docentes, el animarnos a transitar el camino de la evaluación formativa, implica revisar nuestras propias propuestas pedagógicas para encontrar (e incluso diseñar) allí momentos e hitos que atiendan a los objetivos trazados: desarrollar el pensamiento crítico, adquirir habilidades comunicativas, fomentar el autoconocimiento, etc.
No es poca cosa lo planteado, pues pretendo invitar al lector a correr un velo que deje ver la trastienda de la enseñanza: todo lo que hacemos en nuestra práctica docente tiene impacto en la vida del estudiante. Nuestro potencial educativo implica mirar la totalidad de cada estudiante, ver los puntos de encuentro que hay entre ellos y valorar las diferencias que la singularidad les otorga.
Entonces, si somos capaces de ver a cada estudiante en su singularidad y potencialidad, el desafío por evaluarlo y valorarlo implicará corrernos de lo meramente disciplinar para habilitar miradas ricas en complejidad, y por ende, en significatividad.
El desafío aquí expuesto es en verdad una invitación a diseñar propuestas de evaluación que den cuenta de cómo vamos colaborando -desde nuestra intervención docente- a dar forma a esa persona que el estudiante desea ser, y con la que nos vamos comprometiendo clase a clase, año a año. Pues, al fin de cuentas, en cada aula se encuentran no solo docentes y alumnos, sino personas que se acompañan en el complejo recorrido que implica vivir… ¿Es sólo contenido lo que tenemos para aportar? Bien sabe el lector que no, que damos mucho más.